Me gusta que los cristales se
rompan dejando caer, pedazo a pedazo, partes de mi felicidad. En cada agónico
final hay un comienzo, un descenso de temperatura que anuncia el invierno más
gélido. Es en la penumbra del día gris donde encuentro la forma de pensar, de
ver, de reír, de conocer; es en el frío donde mejor me desenvuelvo. El cristal
hace las veces de límite, difuso e imaginado, pero dispuesto a significar más
que su propio destino. El invierno es frío, como la copa de vino que dejé hace
unos minutos encima de la mesa.
De la misma forma en que te
abracé y tomé todo tu dolor, es ahora como me revierto entre las lágrimas y las
almohadas que tengo apiladas en mi cama. Sabíamos recorrer kilómetros de
sábanas cuando nos queríamos y disfrutábamos el tiritar de nuestras espinas
mientras hacíamos el amor. Una ridícula sombra de dolor ahora envuelve ese
pensamiento y me permite guardarlo dentro de lo que antes era un lugar
ordenado.
Cuando me reventaste esa botella
de vino en la cabeza, sentí cómo todo el mundo se caía y, de a poco, empezaba a
tomar forma el peor momento de mi vida. La palabra ya no tenía
sentido y había logrado desenvolver todas mis emociones para poder entenderlas.
Tu dolor fue el mío y tu enfermedad, la mía. Cuando sentí que me lastimaba con
cada pedazo de cristal, de aquella copa transparente y gigante en la que
siempre bebíamos, me daba cuenta de los errores que había cometido. Vos estabas
destinado a ser mi ejecutor y yo, una víctima dulce y llorona. Es en el invierno donde mueren los árboles, y mi historia solía ser un bosque. Ahora me quedan las hojas mustias en el piso.