El
cuerpo no es un templo, no es nada. Espacio físico de limitaciones, y escenario
de romances, dichos, libertades, pérdidas, adicciones, y escándalos. El cuerpo
es lo físico y lo espiritual, porque lo segundo no existe; ni acá ni en ningún
sitio. Mi mente demuestra y me manda, me encierra en mis propios
acontecimientos y crea sus propias reglas.
Mis
intentos de cambio no son más que adiciones a la mentira de la similitud que
quiero tener con los demás. “Soy único, y soy irrepetible”. Es todo una mentira;
un testamento sin muerto. Mis reglas indisciplinadas no tienen límites conmigo,
con los demás sí. Mi propia salud es un cuarto de la de los demás, y mi propia
mente ocupa todos esos espacios que hay entre un idiota y otro. Yo, idiota.
Sin
vino y sin canciones no existo ni funciono. Y a la mañana siguiente me
desentiendo de mis virtudes, porque si las hago aparecer entonces también tiene
que relucir mi mentira; es decadente. Mis imágenes propias varían de una semana
a la siguiente, y no son nada importante.
La
ridiculez de mi existencia limitada, con libertades inventadas.
No
entiendo mis porqués, ni deseo descifrar las mentiras de los demás. Son todas
palabras sin sentido. Mis palabras no tienen sentido. No sé qué hago
escribiendo, si necesito descorchar otra botella de vino y sentirme yo mismo de
nuevo. Ahora mismo voy corriendo, y mañana toco la pared y pienso que soy un
niño y canto frente al espejo mientras bailo y sueño.
El
mañana no tiene incertidumbre, tiene sabor a incertidumbre; son dos cosas muy
distintas.