Lo primero que hice esa noche fue prender la luz del patio. No
sabía por qué, pero yo estaba convencido de que los fantasmas volverían y, de
esa forma, podría ahuyentarlos. Después encendí el equipo de sonido y lo
conecté al celular para buscar alguna playlist que me diera ganas de bailar. Bailar
para que mis miedos se fueran. La música funciona como las luces. Cuando me
prestaba a sacar el vino de la heladera, escuché el timbre y sabía que era él. Hacía
tanto tiempo que no nos veíamos que cada silencio en esos instantes sonó como
un aullido feroz de lobos hambrientos. En cierta parte era cierto pues yo tenía
ansias de comer de su mano, de envenenarme de sus mentiras, y terminar en el
piso con una epilepsia inducida.
Cuando abrí la puerta, lo vi parado del otro lado, vistiendo
la camisa que yo le había regalado y unos zapatos negros. No quise oler su
perfume porque sabía que si le daba importancia a eso nunca más podría
sacármelo de la mente y ese olor me recorrería el cuerpo durante años y su
fantasma me perseguiría por siempre. Elegí saludarlo con un abrazo porque así
de idiota soy.
Sus pasos hacia el living, su forma de caminar, su voz
afónica y grave, sus intentos de quedar bien con cada peripecia del hablar,
tratando de complacerme al indicar que tal o cual cuadro estaba bien puesto. Su
ropa, que yo quería arrancar, su pelo, que yo quería tocar, sus labios, que yo
quería morder. Todo era surreal. Él ahí, yo ahí; los dos juntos en el mismo
sitio después de tantas mentiras, tanto dolor, tanto clonazepam, y tanto
antidepresivo tricíclico.