La disipación de la duda de la
existencia de los problemas es algo claro, tangible, que se puede tomar con las
manos. Nada, en realidad, en lo que se refiere a la mente, puede ser concreto
porque todo gira alrededor de un disco etéreo que se deforma con cada sesión de
terapia y se modifica con cada dosis de anti-depresivos y anti-psicóticos (sin
contar los estabilizadores del humor o los anti-retrovirales). Todo se transforma
permanentemente.
Las luces del día, y las que
aparecen de noche, se desdibujan a cada segundo cuando intentás re-descubrir
tus propias intenciones; “¿qué te llevó a estar así?”, “¿qué pasó que decidiste
darte de baja y darle lugar a la depresión?”, “¿qué ocurrió en tu mente para
que dejaras de preocuparte de vos mismo?”, “¿qué pasó después de algún episodio
que terminó con la poca vida que tenías?” Esas son preguntas que me hago todo
el tiempo, que creo que todos nos hacemos todo el tiempo.
Cuando hablo de “todos”, me
refiero al grupo de humanos que enfrenta sus días, que le da lugar a la
angustia, a la ansiedad, al desasosiego, a la lucidez necesaria para descubrir
el dolor. Somos un equipo desordenado, desorganizado, que solo quiere recuperar
las luces y poder encaminarse de manera correcta en el fondo del autobús, para
poder caminar después a la luz de la luna, sin tener miedo de que venga una
mano oscura y nos capture como ya nos había pasado.
La depresión no tiene palabras
ni entidades. Simplemente es. No hay caricias ni dolores que sirvan, ni ungüentos
o malestares tangibles, solo angustia y pesar, de esos que nunca acaban.
Ya no tengo ganas de escribir.