domingo, 6 de marzo de 2016

Dos miligramos de clonazepam (III)

                La disipación de la duda de la existencia de los problemas es algo claro, tangible, que se puede tomar con las manos. Nada, en realidad, en lo que se refiere a la mente, puede ser concreto porque todo gira alrededor de un disco etéreo que se deforma con cada sesión de terapia y se modifica con cada dosis de anti-depresivos y anti-psicóticos (sin contar los estabilizadores del humor o los anti-retrovirales). Todo se transforma permanentemente.
                Las luces del día, y las que aparecen de noche, se desdibujan a cada segundo cuando intentás re-descubrir tus propias intenciones; “¿qué te llevó a estar así?”, “¿qué pasó que decidiste darte de baja y darle lugar a la depresión?”, “¿qué ocurrió en tu mente para que dejaras de preocuparte de vos mismo?”, “¿qué pasó después de algún episodio que terminó con la poca vida que tenías?” Esas son preguntas que me hago todo el tiempo, que creo que todos nos hacemos todo el tiempo.
                Cuando hablo de “todos”, me refiero al grupo de humanos que enfrenta sus días, que le da lugar a la angustia, a la ansiedad, al desasosiego, a la lucidez necesaria para descubrir el dolor. Somos un equipo desordenado, desorganizado, que solo quiere recuperar las luces y poder encaminarse de manera correcta en el fondo del autobús, para poder caminar después a la luz de la luna, sin tener miedo de que venga una mano oscura y nos capture como ya nos había pasado.
                La depresión no tiene palabras ni entidades. Simplemente es. No hay caricias ni dolores que sirvan, ni ungüentos o malestares tangibles, solo angustia y pesar, de esos que nunca acaban.

                Ya no tengo ganas de escribir. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario