martes, 1 de marzo de 2016

Fósforo (II)

No me di cuenta hasta después de unos minutos que él había cambiado el look de su rostro. Su barba era distinta, tenía otra altura, se había preparado porque se le notaba cómo se había lastimado afeitándose el cuello para encuadrarla. Eso siempre fue una debilidad y nunca pude entender por qué. Traté de sostener charlas con mi psicóloga sobre el tópico pero siempre tuve miedo de descubrir que, en realidad, esa atracción hacia varones con barba tenía que ver con la sensación de abandono que me había dejado mi viejo durante la niñez. Escalofriante.

La playlist se había quedado tildad en Ke$ha y me parecía bien y a él también. Ninguno se quejó porque compartíamos recuerdos de ese tipo de música; cuando bailábamos en el boliche, llenos de sudor y tomando cerveza con menta, cuando no me preocupaba nada y pensaba que el mundo era mío y que me lo podía comer de un mordisco sin tener consecuencias. Notaba cómo él movía los labios al ritmo de las letras sencillas y pegajosas de la cantante. Por un momento, sentí que estábamos de vuelta en el 2012 y que todo era más fácil; que Cristina acaba de ganar, que yo llevaba la facultad al día, que mis viejos seguían juntos, y que los psicotrópicos todavía no formaban parte de mi rutina diaria. Es increíble cómo la música te puede transportar.

Yo, como ridículo que soy, había planeado todo: la comida, la bebida, la música, todo lo que podía ser arreglado. Había estado tres horas en el supermercado buscando botellas de vino que hicieran justicia al momento. Había terminado eligiendo dos distintas para variar, aunque sabía que él traería de todas formas. Me había hecho el desentendido, pero había estado pensando en la comida desde el momento en que él me había confirmado que nos veríamos. El pollo siempre es un buen aliado y queda bien con todo.


“Traje este”, me dijo él mientras me enseñaba una botella de malbec cosecha 2009. Menos mal que había llevado vino tinto y no blanco. Con el segundo me vuelvo loco, me pone mal, siempre termino mandándome cualquiera, me afloja y no lo puedo evitar. Él lo sabía y su elección me hizo entender qué es lo que quería. No pretendía tenerme de nuevo ni hacerme suyo, ni dejar que yo lo hiciera mío, sino que quería conocerme de nuevo, verme a los ojos y mentirme otra vez, como siempre lo había hecho. Las mentiras, cuando salían de su boca, tenían otro sabor y yo, maldito adicto, me había vuelto dependiente de sus palabras.  

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