A veces las historias no se cruzan como uno esperaría. Muchas
veces nos encontramos sumergidos en tanta ilusión costumbrista que olvidamos la
necesidad de censurar a nuestras propias emociones. Esto, claramente, es un
ejemplo de lo que no tenemos que hacer.
Era una cárcel no convencional. Vivíamos en
conventillos de muchos colores y cada uno era de un clan, de una familia. Teníamos
carteles colgados afuera, en cada barrera de acero, que anunciaban las últimas
novedades de la jornada. Mi familia estaba formada por mi sobrina menor y mis
viejos. También estaban dos de mis mejores amigos y una señora que no logré
reconocer. Recuerdo que todos vestíamos de elegante sport y teníamos una rosa
tatuada en el antebrazo.
Teníamos en cada conventillo una plaza para recreación y una carpa
donde, según cuentan las malas lenguas, se solía practicar la brujería y alguna
que otra orgía. Nunca lo presencié hasta cierto momento en que dejé que mis
memorias se borraran y me dejé penetrar por la insistencia de la levedad de
envejecer de a momentos. Eso es algo que nunca tenemos en cuenta.
Había motines de forma diaria y cada pabellón se avisaba y
decidíamos, democráticamente, si participábamos o no. Eso es lo que recuerdo. Ese
día había uno organizado por otros lugares comunes y nosotros no participamos. La
policía, vestida de color caqui, reprendía a los otros presos y a nosotros no
nos hacían nada. Yo recuerdo haber paseado con mi sobrina de la mano mientras,
al costado nuestro, molían a golpes a una joven que no quería dejar de cantar.
Recuerdo haber vuelto a casa tranquilo y con las compras de ese
día. Sí, sé que suena extraño pero esta cárcel era así, nos daban cierta
libertad. Hablé con mis padres y nos reímos un poco de la represión de la que
habían sido víctimas los vecinos. Dejé a mi sobrina sobre la mesada y mi padre
le dio la mediatarde. Mi mamá estaba cosiendo un pantalón viejo de papá. Mi hermana
había desaparecido, probablemente perdida en algún amor nuevo. Mis amigos
estaban afuera, en la plaza del conventillo, cantando y fumando mientras bebían
café recién hecho.
-Buenas tardes, compañeros.
Me respondieron de forma muy amable y jovial y procedí a servirme
un poco de café para pasar el momento. Una de ellas me sonrió y me dio la mano
y me llevó hacia un costado. Cuando estuvimos solos ella me habló, con los ojos
abiertos como dos flores a punto de estallar.
-Vi conectado a tu marido. Me parece que te está buscando esta
noche. Hablé con un contacto en el conventillo III y él me dijo que es cierto…
él volvió.
Suspiré y le tendí un abrazo y salí corriendo hacia la carpa, que
estaba tendida y repleta de gente. Adentro había cuatro personas y una de ellas
era él. Abracé a todos y los saludé. Estaban bebiendo vino tinto y me
ofrecieron una copa y acepté. Brindamos por un mejor porvenir y luego me quité
la ropa y ells hicieron lo mismo.
Él vino desde atrás y se tiró en el piso. Yo lo miré sorprendido. Entendí
todo cuando vino un compañero de la escuela primaria mío y se tendió a su lado.
Los dos comenzaron a besarse y me miraron al mismo tiempo. A los dos minutos ya
estaban cogiendo. Yo bebía vino y los miraba.
A mi lado apareció la nueva invitada. Terminó siendo una
infiltrada de los canas. Hablamos del conventillo y de la plaza. Ella mencionó
a mi marido y, juntos, miramos el espectáculo que ellos nos daban.
Todo se llevaba a cabo sin problemas hasta que el raid de control
llegó a nosotros y la policía abrió la carpa y la desarmó. Recuerdo que la
partieron justo a la mitad con un cuchillo de esos grandes que se usan para
cortar árboles en las expediciones a la selva profunda.
Mi sobrina apareció corriendo y eso me sorprendió. Ella no sabía
caminar pero ahí estaba, corriendo. Mis padres habían ido a retirarse a otro
pabellón y ya no volverían. Todo fue confuso. Mucha información y pocas
instrucciones. No termino de entender qué pasó. Lo único que recuerdo
totalmente fue que mi marido desapareció y me dejó solo.
Pasé muchos años buscándolo en otros lados. Recorrí pabellones y
conventillos. Encontré trazos de lo que había sido su existencia. Mis amigos me
ayudaron en lo que pudieron per se terminaron cansando. Ahora tengo otro
tatuaje en mi brazo y dibuja una sonrisa de payaso. Esa fue mi prenda por
haberme creído el cuento de la fidelidad absoluta emocional.
Hoy tengo una copa al lado y bebo vino blanco con otros amigos. Ellos
visten de color marrón claro y ocupan cargos altos en el sistema judicial de mi
pabellón. Mi conventillo ahora es más grande y vivo solo. Ahora formo parte de
aquellos que controlan y no dejan que los demás tengan libre albedrío. Ahora siento
en el fondo de mi corazón un amor incondicional por las reglas.
Me tengo que ir. Me llamaron por los parlantes. Estos análisis de
sangre cada dos meses se hacen cada vez más comunes y los voy naturalizando. Es
el precio por pertenecer a la gran esfera de poder de la cárcel en la que vivo.
Nunca encontré a mi enamorado ni a mis amigos. Mi familia no ha
vuelto por mí. Mis colegas son ahora mi familia.
Hasta mañana, amor.