jueves, 15 de mayo de 2014

Mía

           Ella estaba sentada frente a la computadora. Movía rápidamente sus rodilla de arriba hacia abajo. Ese movimiento significaba que ella estaba llevando el ritmo de la música que estaba escuchando. El sonido era riguroso y pertinente. Se condecía con el estado de salud mental de ella. En ese momento era una persona frágil pero astuta. Sabía reconocer los lugares en los que se podía desenvolver y en cuáles no. Entendía a la perfección las relaciones humanas y sabía que había ciertas oportunidades que era mejor desechar.
Estaba sola frente al computador y no tenía ninguna idea fija en la cabeza. Todo lo que estaba pensando era llevado a cabo por la música que escuchaba allí. Tomaba, de a sorbos y de a poco, de una botella de plástico transparente que contenía agua. Hacía algunas pausas pero siempre se daba lugar a fumar. Tenía ganas de dejarlo pero había algo que todavía no se lo permitía.
De pronto, una pausa entre dos canciones. Ella se quedaba paralizada, antes, ante el sonido de la nada pero ahora ella sabía qué significaba ese silencio. Lo traducía a su vida diaria y lo llevaba a la pantalla. Una idea viajaba de esa forma. Primero por la música, después a su mente y luego, de vuelta a la pantalla. Porque ella se dedicaba a eso. Dibujaba para ganarse la vida. Siempre la música la inspiraba y ella podía trabajar de lo más alegre.
Se levantó de donde estaba y quedó parada al lado de la silla. Empezó a mover los pies un poco porque estaban desacostumbrados a la posición. Dobló hacia la derecha y después entró a la cocina. Buscó, arriba de la mesada, un paquete de cigarrillos sin abrir. Tenía el encendedor en la mano derecha, lo había llevado con ella desde la habitación. Encendió un cigarrillo y rápidamente tiró el humo. Esperó a que se disipara la humareda y luego volvió por el pasillo a su habitación.
Entró a su cuarto justo cuando estaba sonando una de sus canciones favoritas: Tidal Wave, de Sub Focus. Un sonido electrónico maravilloso que la movía por dentro. Cada vez que escuchaba esa canción ella se movía por todas partes y cada uno de sus poros bailaba. Sabía que era una de esas canciones por las que uno siente una admiración efímera y luego desaparece. Dentro de unos meses, probablemente, ni se acordara de tal canción, o tal vez, sí.
Se sentó en la silla de vuelta y buscó, con su mano izquierda, un cenicero. Era el cenicero de su habitación, el personal. Era uno cuadrado y de cerámica. Había sido un regalo de parte de una de sus mejores amigas, Catalina. Cuando lo tocó, notó que tenía algunas grietas en su exterior, era rugoso. Eso era gracias a un accidente que el mismo había tenido a manos de Santiago, su sobrino. Recordaba bien cómo su hermana, Victoria, lo reprochaba al infante.

Mía estaba sentada frente a la computadora de nuevo. Tenía delante de ella un lienzo en blanco, con algunas manchas, listo para ser invadido. Tenía un cigarrillo que se consumía a su costado y una botella. Tenía sólo una idea en mente: Ignacio.   

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