Ella
estaba sentada frente a la computadora. Movía rápidamente sus rodilla de arriba
hacia abajo. Ese movimiento significaba que ella estaba llevando el ritmo de la
música que estaba escuchando. El sonido era riguroso y pertinente. Se condecía
con el estado de salud mental de ella. En ese momento era una persona frágil
pero astuta. Sabía reconocer los lugares en los que se podía desenvolver y en
cuáles no. Entendía a la perfección las relaciones humanas y sabía que había
ciertas oportunidades que era mejor desechar.
Estaba sola frente al computador y no tenía
ninguna idea fija en la cabeza. Todo lo que estaba pensando era llevado a cabo
por la música que escuchaba allí. Tomaba, de a sorbos y de a poco, de una
botella de plástico transparente que contenía agua. Hacía algunas pausas pero
siempre se daba lugar a fumar. Tenía ganas de dejarlo pero había algo que
todavía no se lo permitía.
De pronto, una pausa entre dos canciones. Ella
se quedaba paralizada, antes, ante el sonido de la nada pero ahora ella sabía
qué significaba ese silencio. Lo traducía a su vida diaria y lo llevaba a la
pantalla. Una idea viajaba de esa forma. Primero por la música, después a su
mente y luego, de vuelta a la pantalla. Porque ella se dedicaba a eso. Dibujaba
para ganarse la vida. Siempre la música la inspiraba y ella podía trabajar de
lo más alegre.
Se levantó de donde estaba y quedó parada al
lado de la silla. Empezó a mover los pies un poco porque estaban
desacostumbrados a la posición. Dobló hacia la derecha y después entró a la
cocina. Buscó, arriba de la mesada, un paquete de cigarrillos sin abrir. Tenía el
encendedor en la mano derecha, lo había llevado con ella desde la habitación. Encendió
un cigarrillo y rápidamente tiró el humo. Esperó a que se disipara la humareda
y luego volvió por el pasillo a su habitación.
Entró a su cuarto justo cuando estaba sonando
una de sus canciones favoritas: Tidal Wave, de Sub Focus. Un sonido electrónico
maravilloso que la movía por dentro. Cada vez que escuchaba esa canción ella se
movía por todas partes y cada uno de sus poros bailaba. Sabía que era una de
esas canciones por las que uno siente una admiración efímera y luego
desaparece. Dentro de unos meses, probablemente, ni se acordara de tal canción,
o tal vez, sí.
Se sentó en la silla de vuelta y buscó, con
su mano izquierda, un cenicero. Era el cenicero de su habitación, el personal. Era
uno cuadrado y de cerámica. Había sido un regalo de parte de una de sus mejores
amigas, Catalina. Cuando lo tocó, notó que tenía algunas grietas en su
exterior, era rugoso. Eso era gracias a un accidente que el mismo había tenido
a manos de Santiago, su sobrino. Recordaba bien cómo su hermana, Victoria, lo
reprochaba al infante.
Mía estaba sentada frente a la computadora de
nuevo. Tenía delante de ella un lienzo en blanco, con algunas manchas, listo
para ser invadido. Tenía un cigarrillo que se consumía a su costado y una
botella. Tenía sólo una idea en mente: Ignacio.
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