sábado, 17 de mayo de 2014

Necedad de consumo.

Existe una atracción poderosa. Entre dos individuos puede darse la más fabulosa de las reacciones y generar un vínculo único y con tal magnitud. El amor, el embobamiento, la razón, el detrimento de ésta y la levedad con la que se alteran nuestros parámetros. Una jugada de palabras al azar que encuentran justo la medida de mesura de esta emoción.
¿Es etéreo? ¿Es eterno? ¿Es hermoso? ¿Es perverso?
Un sitio mental y emocional que va más allá de toda posible conjunción. Es tangible la forma en la que se alteran los elementos. El amor, de nuevo, juega un papel fundamental porque anula los sentidos. Un juego barbárico pero eficaz. Un juego al azar que sólo toma en cuenta la cantidad de veces que se nos rompió el corazón. Es una bala cargada en una ruleta rusa interminable. Es perversa. Es hermosa.
Pareciera que la góndola de emociones estaba barata y se encareció el precio del corte superior. Perdimos el control sobre nuestros propios principios y cambiamos las raíces de este árbol que ya estaba seco. Se alimentó de nosotros y de las cosas que nos pasaron.
En una economía nosotros fuimos el default y la superpoblación. Fuimos el consumo y el uso. Distinguimos un lugar del otro y siempre nos quedamos de este lado de la balanza. Medimos nuestras emociones y terminamos tirados sobre un césped seco pero confortable. Somos el resultado de una jugarreta histérica de los dioses. Siempre del lado equivocado era obvio que perderíamos.
Los amaneceres se conseguían gratis y precisamos depender de ellos. Nos convertimos en la epifanía más idiota del planeta. Sabía que se iba a terminar así cómo había empezado. Sabía, desde un principio, que iba a darte más importancia que la que necesitabas. Yo estaba seguro de que perdería y ahora lo asumo y lo conquisto.

Basta de recurrir al pasado para encontrar respuesta a esta necedad que se nos ha planteado. No olvidemos dos cosas importantes: “la suerte no es de oro” y “los peces no siempre quieren nadar”.   


Pop

Y no quiero sino a mis amigos conmigo. Sólo a mi familia y amigos viviendo un momento bonito. Todos festejando a una persona. No llorando por su muerte sino festejando una vida.

Quiero un loop eterno de música electrónica de fondo. Muchas bebidas blancas y champagne. Quiero luces y colores. Quiero ver que sus zapatos se despeguen del piso. Quiero poder observar que ellos están saltando porque quieren hacerlo.

Sin invitación, sólo por orden de llegada. De boca en boca quiero que se multiplique la gente. Parte de mí acepta, egoístamente, que ser importante es un detalle principal de todo el concepto. Lo acepto y sigo hablando.

Una noche estrellada, repleta de reflejos.

Quiero enterarme de las verdades y de las mentiras de mis ex novios. Aprender para poder seguir hacia adelante, siempre y cuando haya camino. Saltar, a lo mejor, con ellos y poder entender que la palabra “Ok” significa algo.

Quiero ver a las personas vestidas a la moda y con mucho glamour porque, después de todo, soy francés y tengo que lucirme. Quiero que estén mi familia, mis amigos y mis compañeros. Porque, a lo mejor, todos terminan comulgando juntos.

Quiero ver luces y colores, muchos colores.

Saber que tengo a todos mis contactos reales y emociones concretas. Caminar por entre todos y saber que, a duras penas, estamos celebrando la vida misma. Todos juntos, formando uno sólo, caminando de un lado al otro.

Que la música nunca deje de sonar y que nos demos muchos besos. Que el amanecer llegue una y otra vez. Quiero desayunar todos los días cosas distintas para poder disfrutarlas más.


Quiero que el piso que pisemos sea fuerte y no se caiga. Quiero que caminemos juntos hasta que se haga tarde de nuevo y luego cenemos a la luz de las velas.    

jueves, 15 de mayo de 2014

Mía

           Ella estaba sentada frente a la computadora. Movía rápidamente sus rodilla de arriba hacia abajo. Ese movimiento significaba que ella estaba llevando el ritmo de la música que estaba escuchando. El sonido era riguroso y pertinente. Se condecía con el estado de salud mental de ella. En ese momento era una persona frágil pero astuta. Sabía reconocer los lugares en los que se podía desenvolver y en cuáles no. Entendía a la perfección las relaciones humanas y sabía que había ciertas oportunidades que era mejor desechar.
Estaba sola frente al computador y no tenía ninguna idea fija en la cabeza. Todo lo que estaba pensando era llevado a cabo por la música que escuchaba allí. Tomaba, de a sorbos y de a poco, de una botella de plástico transparente que contenía agua. Hacía algunas pausas pero siempre se daba lugar a fumar. Tenía ganas de dejarlo pero había algo que todavía no se lo permitía.
De pronto, una pausa entre dos canciones. Ella se quedaba paralizada, antes, ante el sonido de la nada pero ahora ella sabía qué significaba ese silencio. Lo traducía a su vida diaria y lo llevaba a la pantalla. Una idea viajaba de esa forma. Primero por la música, después a su mente y luego, de vuelta a la pantalla. Porque ella se dedicaba a eso. Dibujaba para ganarse la vida. Siempre la música la inspiraba y ella podía trabajar de lo más alegre.
Se levantó de donde estaba y quedó parada al lado de la silla. Empezó a mover los pies un poco porque estaban desacostumbrados a la posición. Dobló hacia la derecha y después entró a la cocina. Buscó, arriba de la mesada, un paquete de cigarrillos sin abrir. Tenía el encendedor en la mano derecha, lo había llevado con ella desde la habitación. Encendió un cigarrillo y rápidamente tiró el humo. Esperó a que se disipara la humareda y luego volvió por el pasillo a su habitación.
Entró a su cuarto justo cuando estaba sonando una de sus canciones favoritas: Tidal Wave, de Sub Focus. Un sonido electrónico maravilloso que la movía por dentro. Cada vez que escuchaba esa canción ella se movía por todas partes y cada uno de sus poros bailaba. Sabía que era una de esas canciones por las que uno siente una admiración efímera y luego desaparece. Dentro de unos meses, probablemente, ni se acordara de tal canción, o tal vez, sí.
Se sentó en la silla de vuelta y buscó, con su mano izquierda, un cenicero. Era el cenicero de su habitación, el personal. Era uno cuadrado y de cerámica. Había sido un regalo de parte de una de sus mejores amigas, Catalina. Cuando lo tocó, notó que tenía algunas grietas en su exterior, era rugoso. Eso era gracias a un accidente que el mismo había tenido a manos de Santiago, su sobrino. Recordaba bien cómo su hermana, Victoria, lo reprochaba al infante.

Mía estaba sentada frente a la computadora de nuevo. Tenía delante de ella un lienzo en blanco, con algunas manchas, listo para ser invadido. Tenía un cigarrillo que se consumía a su costado y una botella. Tenía sólo una idea en mente: Ignacio.