viernes, 13 de julio de 2012

Mañana y café helado; mañana y café hirviendo.


El único y desesperado yo. El mismo que cambia las cartas y juega juegos ajenos. El que se divertía siendo la reina, el juez, la princesa, la matrona y el peón de establo. Ese mismo que se divertía siendo capitán de ningún barco porque todos le quedaban chicos. El mismo jinete que montaba todos los caballos que mentían y no tenían más color que opaco; opacidad en todas sus formas, las más sucias. Yo mismo, el de siempre.



El chico que jugaba con muñecas y daba vueltas para poder jugar con los muñecos de acción y no hacerlos quebrar la muñeca. Yo que creo en barcos, explosiones, sangre y violencia; yo que creo en príncipes, maldiciones, castillos grandes y trajes de gala de noche de satén. Yo que voy a buscar el zapato de Cenicienta, ese que falta en mi placard, vestido de gala con una Magnun enganchada en la hebilla del cinturón.

El mismo que escucha el sonido del viento a través de los parlantes. El pibe que juega a la pelota y después toma champagne y come sushi. Yo soy ese. 



Una mezcla de Allan Poe y Mastretta. La nada misma. Porque soy una cosa y la otra. Más de lo mismo. Yo hago mímica con mi propia voz y acá estoy.

Ahora me pregunto tantas cosas y tan pocas respuestas tengo. 

Me jugué con los límites; jugué con los límites:
1) tu sonrisa ya no la comparto
2) mi sonrisa se esconde y no es por la rotonda
3) no me puedo vengar de nadie ni nada
4) perdí lo que más anhelaba y ahora me quedé vacío
5) ya perdí el hilo, y perdí mi conversación de media noche



Jugué conmigo mismo y eso no se perdona. La valentía me está costando caro. ¿Qué valentía si no es más que una oveja cobarde entretejida en un disfraz casi deshecho de lobo?

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