sábado, 22 de agosto de 2015

El grito.

Doy vuelta la cara y siento el grito, el desconsuelo, la pereza de la liviandad de respirar, la molesta sensación de querer hablar y tragarme cada palabra. No se siente perfecto, porque no lo es, pero esperaba que fuera más fácil.

"Tomate tu tiempo. Yo no me voy a ningún lado", me dice mientras sostiene mi mano y me atrapa entre su mirada y sus dientes, perfectos, blancos, relucientes; siento que quisiera morderme, pero de una forma sutil, amorosa, casi de cuenta de hadas. "Todo el tiempo es nuestro", me repite al oído mientras yo dejo salir una lágrima desde mi ojo derecho, que es el emocional, al menos en mi caso.

Siento el grito venir. Ya mismo me atrapa. Las noches gastadas en la cama, completamente abandonado y solitario. Las persianas bajas, porque el sol era enemigo y la luz era una guerrera fuerte y poderosa. Mis manos duras y tibias, llenas de tierra, empezando un nuevo camino; arando la tierra, pisando fuerte, caminando una nueva ruta que nadie conocer. El sol ahora es mi amigo y la luna es solo un recuerdo.

El mismo grito desgarrador que me envuelve siempre, cuando me desprotejo, cuando siento que todo va a llegar al final. Una mano amiga, la de mi madre, la de mi papá, la mirada fría de mi hermana, la sonrisa de mis sobrinos, la mano del que me envuelve el corazón en celofán.

Esta es mi historia y me tengo que hacer cargo. La juventud me dejó destruido y debo reconstruir cada pedazo desde sus cimientos, desde el suelo frío, desde las penumbras de la soledad, y aprender a caminar acompañado. La soledad siempre fue mía; tal vez es una virtud.

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